Parecía que el tiempo no
había pasado. Sobre la mesa los recuerdos a borbotones, las carcajadas a
destiempo, entre todos era más fácil reconstruir las escenas… volver a sentir y
vivir. Diez años de intermedio y parecía que el tiempo se hubiese detenido en
aquella graduación del noveno grado, en el año 2003.
Aquellos alrededor no éramos
los mismos, lo descubrimos cuando la noche avanzaba y entre recuerdos cada uno
dejaba escapar a retazos la madurez inexcusable, la dureza siempre palpable y
la dicha, por qué no, de los años transcurridos. ¡Nos parecía tan cercano el
preescolar con sus chiquilladas!, los primeros pasos de un encuentro que la
vida nos preparaba para ser eterno.
Volvieron a escena las
primeras fugas de los varones hasta el riachuelo, con llantas de bicicletas y
pomos para capturar peces…y las vueltas a casa con el fango apenas disimulado,
la piel tostada, el regaño inminente. El juego de las niñas a ser grandes, a
grabar confesiones ante una grabadora de casetes maxell, con el sueño de que un
día sin más, tal vez en la vejez, los encontraríamos entre cajones y probaríamos
la ejecución de aquellos sueños.
Descubrimos que la escuela
no siempre es el reflejo del futuro, que definitivamente el camino se traza
andando. Y allí estaban los dos traviesos que simulaban un malestar repentino
para escabullirse de clases, ahora duchos en la materia de estar de frente, en
la pizarra, con la picardía suficiente para saber cuando un alumno cree poder utilizar
los mismos trucos. Con la astucia conveniente, heredada de los claustros de
corazón, para reprender y premiar a la
vez, ganarse a los más “difíciles” y lidiar con el cambio de generaciones.
Y allí estaba el hijo de Ramón,
uno de los tantos profesores que marcaron la rectitud de nuestro camino. El
mismo que un día fue tentado por los pícaros del aula a dejar en blanco la
prueba que calificaría su padre… y a quien, días después, el cero en su expediente
le diera la mayor lección moral que hoy recuerda cada vez que entra a un aula
con el plan de clases bajo el brazo.
Aquel era el grupo de las
casas de estudio, la amistad más allá de las aulas, de madres preocupadas, de
niños con problemas de salud, de economía, de conducta…el grupo más unido que
podemos recordar. En una foto en blanco y negro se deja ver ese día, los
rostros infantiles aun, la algarabía del fin de curso, sin sospechas de que se
terminaban los mejores años juntos.
La vida arreció con más
fuerza, cada uno tomó su camino, en medio se interpusieron millas de mar abierto,
kilómetros interprovinciales, universidades, nuevas amistades. Y en el camino,
de vez en vez, el destino hacía que coincidiéramos en la acera. Pero se nos había
olvidado la complicidad, la sustituimos sin darnos cuenta y con un simple “¡que
tal!” bastó por mucho tiempo.
Diez años habían pasado para
algunos, pero ese día el calendario, la vida y las circunstancias apuradas hicieron
que el más lejano retomara la distancia, confiado en que aun existía el afecto.
Sobrevino entonces la búsqueda entre viejas direcciones, las preguntas por el
barrio…los abrazos efusivos, la sorpresa, las fotos, el reencuentro.
Unos más delgados, otros más
serios, un artista plástico, un excelente maestro…los sueños habían cambiado y el
estar fuera de casa a deshoras, lejos de los biberones y uniformes escolares ya
no era una posibilidad para algunos.
Habíamos crecido…pero
aquella noche, como suele suceder con las cosas inesperadas, volvimos a
recordar, nos volvimos a encontrar…y por unas horas…parecía que el tiempo se había
detenido.
Yane, me alegra que te hayas embullado a hacer el blog y escribir de estas nostalgias. Un beso grande, te quiero mucho
ResponderEliminarMe alegro por tu reencuentro...espero que lo hagan con los de la Univ....si pueden me invitan..jajajaja
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