Mi amigo Manolo todavía cuenta
la historia como si la reviviera con cada palabra. Creo que para él fue una
lección, el final de una carrera apenas comenzada, el derrumbe adelantado de
toda intención que en lo adelante pudiera sugerirle convertirse en estafador. Pero, ¡un momento! No haga
juicios adelantados, déjeme contarle y luego usted concluya.
Su historia se me dibuja como
las grandes narraciones policíacas de Leonardo Padura: “Eran las primeras horas del día y yo salía de La Habana, solo...”.
Solo hasta que divisa el uniforme de policía y una mano extendida en señal de
parada. “Buenos días oficial”. Al lado del policía, un muchacho cabizbajo. “Compadre,
adelanta al muchacho, que tiene un “rollo” ahí con una moto.” Mi amigo mueve la
cabeza en asentimiento, da la bienvenida en su Cadillac del 57 al joven y
arrancan la larga travesía por la autopista nacional.
Se sucedían tediosos los
kilómetros junto a la cadencia del motor remendado del maquinón y el
acompañante de mi amigo no pronunciaba palabra alguna, con la mirada fija quién
sabe en qué lugar remoto. “¿Y qué fue lo que pasó con la moto?”. Rompe el
silencio para sacarle conversación al joven y hacer más digerible el camino. Al
fin y al cabo “¡con algo tendría que pagar la botella!”
Como tocado por una descarga
eléctrica, el desconocido reacciona y comienza a disparar lamentos por romper una
moto prestada y por eso se dirigía sin un centavo, hasta la casa de un mecánico
de su pueblo en busca de las piezas que necesitaba, sin saber todavía cómo
negociar el pago porque, ¡y subrayó!, no tenía dinero ni para el pasaje de
vuelta.
Tras un silencio de
reflexión el joven le muestra en su dedo anular una “despampanante” sortija,
con cuentas de piedras, muy bien trabajada y alega que era su única opción,
esperar que el mecánico se la aceptara como pago. Y concluyó lamentándose, otra
vez, porque el valor de la sortija superaba el arreglo con creces.
Fue entonces que a Manolo se
le ocurrió hacer el papel de pícaro: “¿Como cuánto tú crees que valga el
arreglo ese?” El “ingenuo”, con cara de desesperado le respondió que a lo sumo
trescientos pesos. Inmediatamente la mente de mi amigo comenzó a trabajar en un
plan macabro.
Hizo una rápida cuenta
mental y determinó que llevaba consigo cuatrocientos pesos, pero que “ni loco”
se iba a quedar con cien nada más. Inquirió astutamente que como el muchacho
estaba en apuros, seguro aceptaría cualquier cosa. Con cuidado de ser visto por
su acompañante fue sacando billete a billete de un bolsillo del pantalón para
el otro, moviéndose en su asiento como si estuviese incómodo, comentando de vez
en cuando temas triviales, entreteniendo a su interlocutor mientras una mano
sostenía el volante y la otra ejecutaba su obra de malicia perfecta.
Cuando tuvo separados
doscientos pesos puso manos a la obra y con tono convincente le propuso al
desesperado comprar el anillo por esa suma. El muchacho vaciló ante la
evidencia de tener dinero “contante y sonante” en sus manos para pagar en
efectivo, pensó mejor y subió la oferta con cincuenta pesos. Manolo aceptó, le
dio el dinero y se colocó la sortija, unos kilómetros antes de dejar al
desconocido en el desvío hacia su destino.
Se despidieron como viejos
amigos, se desearon suerte y cada cual continuó su rumbo. El nuevo propietario
solo pensaba lo bien que se le veía en el dedo la joya, y lo mejor ¡lo barata
que le había costado!, - “esas oportunidades se aprovechan”- decía. Le mostró
su nueva adquisición al vecindario, a los amigos y por último a un joyero,
quien con la voz más cruel que jamás había escuchado le anunció: ¡Este anillo
no es de oro, esto es cobre!
Quizás usted piense que me
equivoqué con el enunciado, el estafado al final de cuentas fue mi amigo, pero
reflexione un instante: todo se trata de un juego psicológico, generalmente las
personas son estafadas porque ven en la oferta del “necesitado”, la oportunidad
de adquirir ventajas.
Si mi estimado Manolo no se
hubiese creído el rey de los “negocios oportunos” o peor, el aprovechado del
apuro ajeno, seguro señores, hubiera conservado sus doscientos cincuenta pesos
en el bolsillo y la tranquilidad en su conciencia de no haberse convertido en
el estafador del “pobre muchacho”.
Aunque pensándolo bien y conociendo
como tengo el gusto a mi amigo, de no haber hecho el trueque, todavía estuviera
lamentándose por perder tan buena oportunidad.
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