Hay personas que van por la
vida regalando voluntad. Son sencillamente una extraña combinación de energía
interna y valor humano que nos hace quitar el sombrero en reverente acto. Quizás
uno de los mejores recuerdos que guardo de mis recién concluidos años
universitarios es el haber conocido, por simple coincidencia, a una de esas personas.
Las circunstancias se
dieron durante una de aquellas “bizarras travesías” sobre camiones particulares,
que semanalmente debía emprender hasta mi centro de estudios en la ciudad de
los tinajones. Ya había logrado apoderarme y, en la medida de lo posible,
acomodarme en un puesto cuando apareció ella. ¿Su nombre? No recuerdo si lo mencionó
durante el viaje, pero no fue necesario tan insignificante protocolo.
Con una agilidad
insólita, subió por los estrechos y separados peldaños de la escalera del
camión, aquella mujer que no contaba con sus extremidades inferiores. No
precisó ayuda de nadie, excepto para que le sostuvieran el bolso mientras
trepaba, sin ninguna dificultad, por encima del banco, en el que yo sentada jamás
podré alcanzar el piso, hasta ubicarse justo en el puesto a mi lado.
Recuerdo que me sonrió,
hizo un comentario sobre la hora o el transporte, pero ni una sola queja ante
su condición de mujer discapacitada. A nuestro alrededor las miradas curiosas
insistían en denotar e incluso adivinar, las mil y una barreras por las que
debía pasar diariamente. Su rostro no asomaba una sola marca de preocupación o molestia,
se acomodó en el estrecho espacio y desde allí hizo que las personas del banco
delantero se corrieran para hacerle lugar a una mujer que subió después.
Nuestro ruidoso
transporte por fin echó a andar. Para entonces, mi compañera de viaje, que resultó
ser muy conversadora, ya me mostraba desde la cartera una foto de su hijo de 10
años mientras enumeraba los tantos artificios que cada noche debía inventarse
para ponerlo a estudiar ortografía. Para ese entonces ya había olvidado yo la intrascendente
cuestión de su limitación física.
Se dirigía a la cabecera
provincial aquel día, como en tantas otras ocasiones, para recibir un curso de
dirección necesario en su nuevo puesto de trabajo como parte de la ACLIFIM y
pensaba llegar también, en el retorno, a las tiendas en busca de unos
implementos de escuela que le había pedido su hijo.
Entre risas y frenazos incalculados, aquella mujer virtuosa
me daba una lección de vida. No se dónde ni en qué condiciones vive, pero su actitud
me mostró a las claras que es
completamente capaz de atender su casa, su familia, de divertirse y hacer las
mismas cosas que cualquier otra mujer en nuestra sociedad.
No se que piense usted,
pero creo que en ocasiones no comprendemos que la vida es mucho más que
dificultades cotidianas, que va más allá de nuestra individualidad, de estar
física o mentalmente incapacitado. De grandes temperamentos es descubrir la
sazón del día a día, el tan ansiado secreto de la felicidad: la voluntad de
seguir siempre a pesar de...
Supongo que le simpaticé,
detrás de mi actitud aparentemente trivial escondía una admiración
indescriptible por aquella mujer que rondaba los treinta y tantos, que había
perdido sus dos extremidades inferiores y llevaba sobre sus hombros una casa,
esposo, un hijo menor y el cargo de
presidenta, pero que, por encima de todo, no se sentía limitada.
Tal vez no la vuelva a
ver nunca. Yo me bajé unas paradas antes
que ella, y hubiese querido decirle tanto, pero solo me dio tiempo a sonreírle
mientras alguien me quitaba la enorme mochila de la espalda y me daba la mano
para ayudarme a bajar por los incómodos peldaños.
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