Dicen por ahí que no
existe un manual para enseñarnos a ser madres…mi amiga lo corroboró el día que
su hijo adolescente le pidió permiso por primera vez para salir a una fiesta de
15, alegando que era cerca de casa.
Cuenta ella que el día
señalado para la actividad juvenil gastó todos los recursos posibles para
evitar la salida, suplicó a los cielos por un buen chaparrón, subió a tope el
volumen del televisor con ansias de apagar la música que provenía del
cumpleaños, se inventó tareas del hogar agotadoras al extremo, una revisión de
libretas, repaso de asignaturas, más tarde un videojuego divertido…hasta que
pasadas las nueve, el jovenzuelo cayó rendido del cansancio, tras un día lleno
de actividad madre-hijo.
Ella saboreó su
victoria pero no por mucho, su pequeño ya tiene 14 y comienzan a parecerle lindas
algunas niñas de la escuela. “Cuando tenga novia, ¡yo determinaré si le
conviene o no la muchacha!”, dice y nadie puede persuadirla de lo contrario.
He escuchado de sobreprotección,
la he visto y ¿quien no la ha vivido un poco en casa? Pero, ¿cuánto daño puede
causar irse a los extremos? Por curiosidad, quise hacer una encuesta aleatoria,
no significativa, pero al menos demostrativa, acerca de los apuros de ser madre
sobreprotectora de un adolescente varón y…al parecer, es cosa seria.
Las tendencias varían
desde no permitirles tiempo de ocio con los amigos -incluso evitar los amigos-
hasta impedirles disfrutar de ese tan necesario tiempo a solas donde
naturalmente ellos comienzan a descubrirse.
“Se encierra horas en
el baño”, “a veces se queda pensativo, soñando”, “se reúnen dos o tres varones
en el portal y conversan bajito para que no los oiga”, son reclamos recurrentes
de las familias. Y, ¿qué hacer ante esas señales?…cada quien saca sus propias estrategias,
no siempre las mejores, así dice mi amiga: “Cuando se encierra en el baño me
agacho y miro por debajo de la puerta o le toco ¡y tiene que abrirme
inmediatamente!”.
La vida está cubierta
de ciclos, los adolescentes de hoy no son diferentes a los de hace veinte años,
cuando de desprendimiento hormonal y conducta se trata, saber guiarlos por una
educación sana no significa reprimir el instinto. En todas las épocas los hubo
“mala cabezas” y existieron peligros, sin embargo nada se logró nunca con prohibir
las actividades -igualmente sanas- de recreación, salidas, bailes, los primeros
noviazgos. El saber ganar la confianza del hijo es quizás la victoria más
grande.
Supe de historias de ´extrema-protección´
de madres, que incluyeron pagos a los compañeros de clase más grandes a cambio
de abrigo a su hijo indefenso; certificados por enfermedades ultra rarísimas
para evadir cualquier actividad de esfuerzo físico en la escuela y hasta
llamadas anónimas al director del centro internado para notificar potenciales
casos de embadurnamientos de pasta y otras maldades en las noches.
Sin ánimo de lanzar la
piedra hacia arriba, pues quien escribe aun habla sin conocimiento de causa, solo
tanteo, por simple curiosidad ya dije, el terreno angosto de la maternidad. Es
cierto que no existe un reglamento capaz de regular el amor de una madre,
supongo que es cosa de valentía personal dejar que los polluelos salgan del
nido -y reprimir el deseo de ir tras ellos a hurtadillas, para ver cómo y con
quién vuelan-.
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