martes, 23 de septiembre de 2014

“Estafador estafado”



Mi amigo Manolo todavía cuenta la historia como si la reviviera con cada palabra. Creo que para él fue una lección, el final de una carrera apenas comenzada, el derrumbe adelantado de toda intención que en lo adelante pudiera sugerirle convertirse en estafador. Pero, ¡un momento! No haga juicios adelantados, déjeme contarle y luego usted concluya.
Su historia se me dibuja como las grandes narraciones policíacas de Leonardo Padura: “Eran las primeras horas del día y yo salía de La Habana, solo...”. Solo hasta que divisa el uniforme de policía y una mano extendida en señal de parada. “Buenos días oficial”. Al lado del policía, un muchacho cabizbajo. “Compadre, adelanta al muchacho, que tiene un “rollo” ahí con una moto.” Mi amigo mueve la cabeza en asentimiento, da la bienvenida en su Cadillac del 57 al joven y arrancan la larga travesía por la autopista nacional.

Se sucedían tediosos los kilómetros junto a la cadencia del motor remendado del maquinón y el acompañante de mi amigo no pronunciaba palabra alguna, con la mirada fija quién sabe en qué lugar remoto. “¿Y qué fue lo que pasó con la moto?”. Rompe el silencio para sacarle conversación al joven y hacer más digerible el camino. Al fin y al cabo “¡con algo tendría que pagar la botella!”
Como tocado por una descarga eléctrica, el desconocido reacciona y comienza a disparar lamentos por romper una moto prestada y por eso se dirigía sin un centavo, hasta la casa de un mecánico de su pueblo en busca de las piezas que necesitaba, sin saber todavía cómo negociar el pago porque, ¡y subrayó!, no tenía dinero ni para el pasaje de vuelta.
Tras un silencio de reflexión el joven le muestra en su dedo anular una “despampanante” sortija, con cuentas de piedras, muy bien trabajada y alega que era su única opción, esperar que el mecánico se la aceptara como pago. Y concluyó lamentándose, otra vez, porque el valor de la sortija superaba el arreglo con creces.
Fue entonces que a Manolo se le ocurrió hacer el papel de pícaro: “¿Como cuánto tú crees que valga el arreglo ese?” El “ingenuo”, con cara de desesperado le respondió que a lo sumo trescientos pesos. Inmediatamente la mente de mi amigo comenzó a trabajar en un plan macabro.
Hizo una rápida cuenta mental y determinó que llevaba consigo cuatrocientos pesos, pero que “ni loco” se iba a quedar con cien nada más. Inquirió astutamente que como el muchacho estaba en apuros, seguro aceptaría cualquier cosa. Con cuidado de ser visto por su acompañante fue sacando billete a billete de un bolsillo del pantalón para el otro, moviéndose en su asiento como si estuviese incómodo, comentando de vez en cuando temas triviales, entreteniendo a su interlocutor mientras una mano sostenía el volante y la otra ejecutaba su obra de malicia perfecta.
Cuando tuvo separados doscientos pesos puso manos a la obra y con tono convincente le propuso al desesperado comprar el anillo por esa suma. El muchacho vaciló ante la evidencia de tener dinero “contante y sonante” en sus manos para pagar en efectivo, pensó mejor y subió la oferta con cincuenta pesos. Manolo aceptó, le dio el dinero y se colocó la sortija, unos kilómetros antes de dejar al desconocido en el desvío hacia su destino.
Se despidieron como viejos amigos, se desearon suerte y cada cual continuó su rumbo. El nuevo propietario solo pensaba lo bien que se le veía en el dedo la joya, y lo mejor ¡lo barata que le había costado!, - “esas oportunidades se aprovechan”- decía. Le mostró su nueva adquisición al vecindario, a los amigos y por último a un joyero, quien con la voz más cruel que jamás había escuchado le anunció: ¡Este anillo no es de oro, esto es cobre!
Quizás usted piense que me equivoqué con el enunciado, el estafado al final de cuentas fue mi amigo, pero reflexione un instante: todo se trata de un juego psicológico, generalmente las personas son estafadas porque ven en la oferta del “necesitado”, la oportunidad de adquirir ventajas.
Si mi estimado Manolo no se hubiese creído el rey de los “negocios oportunos” o peor, el aprovechado del apuro ajeno, seguro señores, hubiera conservado sus doscientos cincuenta pesos en el bolsillo y la tranquilidad en su conciencia de no haberse convertido en el estafador del “pobre muchacho”.
Aunque pensándolo bien y conociendo como tengo el gusto a mi amigo, de no haber hecho el trueque, todavía estuviera lamentándose por perder tan buena oportunidad.

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