martes, 30 de septiembre de 2014

Regalitos de voluntad



Hay personas que van por la vida regalando voluntad. Son sencillamente una extraña combinación de energía interna y valor humano que nos hace quitar el sombrero en reverente acto. Quizás uno de los mejores recuerdos que guardo de mis recién concluidos años universitarios es el haber conocido, por simple coincidencia,  a una de esas personas.

Las circunstancias se dieron durante una de aquellas “bizarras travesías” sobre camiones particulares, que semanalmente debía emprender hasta mi centro de estudios en la ciudad de los tinajones. Ya había logrado apoderarme y, en la medida de lo posible, acomodarme en un puesto cuando apareció ella. ¿Su nombre? No recuerdo si lo mencionó durante el viaje, pero no fue necesario tan insignificante protocolo.


Con una agilidad insólita, subió por los estrechos y separados peldaños de la escalera del camión, aquella mujer que no contaba con sus extremidades inferiores. No precisó ayuda de nadie, excepto para que le sostuvieran el bolso mientras trepaba, sin ninguna dificultad, por encima del banco, en el que yo sentada jamás podré alcanzar el piso, hasta ubicarse justo en el puesto a mi lado.

Recuerdo que me sonrió, hizo un comentario sobre la hora o el transporte, pero ni una sola queja ante su condición de mujer discapacitada. A nuestro alrededor las miradas curiosas insistían en denotar e incluso adivinar, las mil y una barreras por las que debía pasar diariamente. Su rostro no asomaba una sola marca de preocupación o molestia, se acomodó en el estrecho espacio y desde allí hizo que las personas del banco delantero se corrieran para hacerle lugar a una mujer que subió después.

Nuestro ruidoso transporte por fin echó a andar. Para entonces, mi compañera de viaje, que resultó ser muy conversadora, ya me mostraba desde la cartera una foto de su hijo de 10 años mientras enumeraba los tantos artificios que cada noche debía inventarse para ponerlo a estudiar ortografía. Para ese entonces ya había olvidado yo la intrascendente cuestión de su limitación física.

Se dirigía a la cabecera provincial aquel día, como en tantas otras ocasiones, para recibir un curso de dirección necesario en su nuevo puesto de trabajo como parte de la ACLIFIM y pensaba llegar también, en el retorno, a las tiendas en busca de unos implementos de escuela que le había pedido su hijo. 

Entre risas y  frenazos incalculados, aquella mujer virtuosa me daba una lección de vida. No se dónde ni en qué condiciones vive, pero su actitud  me mostró a las claras que es completamente capaz de atender su casa, su familia, de divertirse y hacer las mismas cosas que cualquier otra mujer en nuestra sociedad.

No se que piense usted, pero creo que en ocasiones no comprendemos que la vida es mucho más que dificultades cotidianas, que va más allá de nuestra individualidad, de estar física o mentalmente incapacitado. De grandes temperamentos es descubrir la sazón del día a día, el tan ansiado secreto de la felicidad: la voluntad de seguir siempre a pesar de...

Supongo que le simpaticé, detrás de mi actitud aparentemente trivial escondía una admiración indescriptible por aquella mujer que rondaba los treinta y tantos, que había perdido sus dos extremidades inferiores y llevaba sobre sus hombros una casa, esposo, un hijo menor y  el cargo de presidenta, pero que, por encima de todo,  no se sentía limitada.

Tal vez no la vuelva a ver nunca. Yo  me bajé unas paradas antes que ella, y hubiese querido decirle tanto, pero solo me dio tiempo a sonreírle mientras alguien me quitaba la enorme mochila de la espalda y me daba la mano para ayudarme a bajar por los incómodos peldaños.

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