lunes, 8 de septiembre de 2014

En lo bueno y en lo malo…



Aquella fue quizás la acción más sencilla y conmovedora que puedo recordar en los más de 20 octubres que marcan mi existencia en este mundo. Estaba allí por casualidad o por esas coincidencias del destino.   
De pequeña siempre detesté los cumpleaños, quizás por el reguero de muchachos desconocidos, los juegos en los que seguramente me obligarían a participar, la insistencia de los mayores en hacernos entrar a la piñata… en fin, los odiaba. Sin embargo, aquel día estaba desde el banquillo de los adultos.

La fiesta se había anunciado hacía algún tiempo en la escuelita. Todo estaba arreglado para que ese día, los niños del segundo B asistieran después del mediodía, con la supervisión de la maestra. ¡Prometía ser una de aquellas fiestas!… los padres del homenajeado trabajaban día y noche, en un hotel lejos de allí, para que cada cumpleaños fuera un desfile de juguetes y dulces extraños, regalos para todos, serpentinas, globos, helados y un animador de prestigio capaz de hacer brincar hasta el más tímido de los pequeños.
Tal vez por eso era tal el alboroto desde que asomaron por la puerta las primeras caritas risueñas. A ritmo de salsa y reggaetón, comenzaron a brotar de un disco letras de canciones infantiles, el animador no se hizo esperar y salió al asalto con juegos participativos inimaginables y creativos, preguntas inteligentes premiadas, brincos, bailes y saltos hasta el cansancio. En la mesa, deliciosos manjares esperaban su turno de entrada. Cercana las 4:00 de la tarde, sudorosos y exhaustos, fueron acomodados los inquietos visitantes en sus asientos, en el piso, los escalones, por doquier. Se les fue entregando uno a uno una cajita adornada con dulces y caramelos exclusivos.
Sin la supervisión de papá y mamá, todos fueron a la carga tras las golosinas, engullendo sin reparar en la cercanía del horario de comida, en definitiva, aquella oportunidad para muchos niños, era única. Ya repletos y a la orden de la maestra, lanzaron sus cajitas al cesto, recogieron sus mochilas y comenzaron a despedirse para marchar rumbo a casa.
Solo una pequeñuela de cabellos rubios quedó retrasada. Entre sus dos manos guardaba tan cuidadosamente algo, que le impedía cargar la mochila. Al percatarse, la joven maestra regresó por ella interrogándola y no pudo evitar una tierna sonrisa. La niña apenas había probado los dulces, los llevaba para compartirlos en casa con su hermanito.
Sencillamente de eso se trata, del amor filial que los padres pueden ser capaces de enseñarles a sus hijos para con ellos. Crecí con el juicio de ser la hermana mayor. Nunca terminaré de agradecer a mis padres porque, en pleno apogeo del período especial, cuando se les hizo necesario surcar interminables colas desde el amanecer, para alcanzar un turno de almuerzo a bajo precio en una especie de comedor local o vender valiosos libros de ciencias para poder comprar la leche; no tuvieron reparos en regalarme un hermanito.
Hoy escucho con dolor cuando algunas amistades mías dicen a quemarropa cuando les reclamo que tengan otro hijo: “¡qué va, con uno es suficiente!”. Siento tanta pena por esos niños que no conocerán la enorme dicha de tener un hermano con quién compartir todos sus momentos, solo porque sus padres “no se atreven” o lo dejan para después y… se hace tarde.
La humanidad envejece, ¡triste realidad!, porque lo hace sin saber que se pierde el motivo por el que sí vale la pena salvar este mundo, el amor infranqueable de la familia.

3 comentarios:

  1. ah y Felicidades por la mención en el concurso Provincial de Periodismo

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  2. Yane qué lindo. También yo le exijo a mis amistades tener hijos, dos tres, cuatro, darles a ese primero un hermano, solo aquellos con hermanos, no se sentirán nunca solos en la vida. Un beso grande, ya encontré tus trazos, no dejaré de seguirlos. Un beso enorme.

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