Aquella fue quizás la acción
más sencilla y conmovedora que puedo recordar en los más de 20 octubres que marcan
mi existencia en este mundo. Estaba allí por casualidad o por esas
coincidencias del destino.
De pequeña siempre detesté los
cumpleaños, quizás por el reguero de muchachos desconocidos, los juegos en los
que seguramente me obligarían a participar, la insistencia de los mayores en
hacernos entrar a la piñata… en fin, los odiaba. Sin embargo, aquel día estaba
desde el banquillo de los adultos.
La fiesta se había anunciado
hacía algún tiempo en la escuelita. Todo estaba arreglado para que ese día, los
niños del segundo B asistieran después del mediodía, con la supervisión de la
maestra. ¡Prometía ser una de aquellas fiestas!… los padres del homenajeado trabajaban
día y noche, en un hotel lejos de allí, para que cada cumpleaños fuera un
desfile de juguetes y dulces extraños, regalos para todos, serpentinas, globos,
helados y un animador de prestigio capaz de hacer brincar hasta el más tímido
de los pequeños.
Tal vez por eso era tal el
alboroto desde que asomaron por la puerta las primeras caritas risueñas. A
ritmo de salsa y reggaetón, comenzaron a brotar de un disco letras de canciones
infantiles, el animador no se hizo esperar y salió al asalto con juegos
participativos inimaginables y creativos, preguntas inteligentes premiadas, brincos,
bailes y saltos hasta el cansancio. En la mesa, deliciosos manjares esperaban
su turno de entrada. Cercana las 4:00 de la tarde, sudorosos y exhaustos,
fueron acomodados los inquietos visitantes en sus asientos, en el piso, los
escalones, por doquier. Se les fue entregando uno a uno una cajita adornada con
dulces y caramelos exclusivos.
Sin la supervisión de papá y
mamá, todos fueron a la carga tras las golosinas, engullendo sin reparar en la
cercanía del horario de comida, en definitiva, aquella oportunidad para muchos
niños, era única. Ya repletos y a la orden de la maestra, lanzaron sus cajitas
al cesto, recogieron sus mochilas y comenzaron a despedirse para marchar rumbo
a casa.
Solo una pequeñuela de
cabellos rubios quedó retrasada. Entre sus dos manos guardaba tan
cuidadosamente algo, que le impedía cargar la mochila. Al percatarse, la joven
maestra regresó por ella interrogándola y no pudo evitar una tierna sonrisa. La
niña apenas había probado los dulces, los llevaba para compartirlos en casa con
su hermanito.
Sencillamente de eso se
trata, del amor filial que los padres pueden ser capaces de enseñarles a sus hijos
para con ellos. Crecí con el juicio de ser la hermana mayor. Nunca terminaré de
agradecer a mis padres porque, en pleno apogeo del período especial, cuando se les
hizo necesario surcar interminables colas desde el amanecer, para alcanzar un
turno de almuerzo a bajo precio en una especie de comedor local o vender
valiosos libros de ciencias para poder comprar la leche; no tuvieron reparos en
regalarme un hermanito.
Hoy escucho con dolor cuando
algunas amistades mías dicen a quemarropa cuando les reclamo que tengan otro
hijo: “¡qué va, con uno es suficiente!”. Siento tanta pena por esos niños que
no conocerán la enorme dicha de tener un hermano con quién compartir todos sus
momentos, solo porque sus padres “no se atreven” o lo dejan para después y… se
hace tarde.
La humanidad envejece, ¡triste
realidad!, porque lo hace sin saber que se pierde el motivo por el que sí vale
la pena salvar este mundo, el amor infranqueable de la familia.
ah y Felicidades por la mención en el concurso Provincial de Periodismo
ResponderEliminarYane qué lindo. También yo le exijo a mis amistades tener hijos, dos tres, cuatro, darles a ese primero un hermano, solo aquellos con hermanos, no se sentirán nunca solos en la vida. Un beso grande, ya encontré tus trazos, no dejaré de seguirlos. Un beso enorme.
ResponderEliminarLindo.
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